Fran Chuan

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Internet, libertad de expresión y la responsabilidad del mediador

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Tras pasar períodos de tiempo intermitente en la plataforma, hace unos años me di de baja en Facebook. Se trataba menos de una insatisfacción con lo que ofrecía la red social y más de la hipocresía empresarial que demostraba su fundador y CEO, Mark Zuckerberg. El catalizador, por supuesto, fue la controversia en la que Zuckerberg se vio sumido en 2018, cuando la cesión de datos de 50 millones de usuarios de Facebook con fines académicos resultó en una supuesta filtración a y uso indebido de esos datos por Cambridge Analytica, una empresa conectada con la campaña presidencial de Donald Trump unos años antes. El escándalo, que resultó en la ya célebre comparecencia de Zuckerberg ante el senado y en sanciones económicas a Facebook que batieron récords en la historia de los Estados Unidos, puso de manifiesto, para mí y para muchas otras personas, un problema subyacente a la gran revolución de nuevas plataformas: la falta de moral de los titanes tecnológicos que se habían convertido en los nuevos guardianes del discurso público y, por supuesto, la insuficiencia de las reacciones gubernamentales ante las transgresiones que sistemáticamente cometen. 

Por supuesto, mientras el escándalo de los datos de Facebook y Cambridge Analytica proliferaba (y, después de este, le seguirían muchos otros), Mark Zuckerberg se perfilaba a sí mismo y a su plataforma como el último bastión de la libertad de expresión de nuestra era. Facebook era, según Zuckerberg, esa esquina de Internet donde la gente aún podía expresar lo que quisiera como quisiera. Este argumento, que ha sido adoptado por otros magnates de medios digitales, es increíblemente peligroso: por un lado, porque no reconoce el rol que estos nuevos medios juegan hoy en día en los ciclos informativos, no admite que plataformas como Facebook, Instagram, Twitter o TikTok tienen el peso que tenían antes los medios de comunicación tradicional (y, por supuesto, que también trabajan con agendas políticas concretas — las de sus equipos directivos), y, sin embargo, que operan sin el escrutinio y la responsabilidad que se ha exigido históricamente a estos canales. Por otro, porque no considera el daño potencial que provocaría la dispersión de información falsa, inexacta o contenidos directamente perjudiciales a través de ellos. Y así, mientras Zuckerberg se postulaba como un sacrificado soldado en el frente de la libertad de expresión, lo que en realidad estaba haciendo era permitir un uso sin restricciones de su plataforma. Y, mientras todo su modo de negocio dependía en vender los datos sensibles de millones de personas (un ejercicio que resulta en poner en riesgo, expresa o colateralmente, la intimidad de estas personas), compraba 4 casas diferentes alrededor de aquella en la que realmente planeaba vivir con el fin de salvaguardar su propia privacidad.  

La hipocresía en general, y en concreto la empresarial, me parece un cáncer social que debemos extirpar a través del pensamiento crítico — debemos luchar por ser personas capaces de discernir qué es autenticidad y qué es hipocresía, educarnos y movernos buscando la reflexión, la profundidad y la coherencia de los entornos en los que vivimos y las acciones que realizamos. Una epidemia de hipocresía está asolando también ahora X, antiguo Twitter, bajo el reinado de su actual propietario, Elon Musk. Desde su toma de control de Twitter, se ha disparado el contenido publicado por bots, el “ragebait” (contenido que busca provocar polémica para que la gente interactúe con él) y el discurso de odio y extremista. Esto, por supuesto, no es libertad de expresión — es polarización, oportunismo y falta de compromiso.  

¿Podrían plataformas como X ser de provecho para la sociedad, alentar al intercambio de información y de ideas, democratizar el acceso al discurso público, convertirse en fórums de pensamiento que nos permitan expresarnos libremente y compartir datos de valor? Por supuesto, pero lo que en un momento se planteó como la gran utopía de Internet se ha convertido en una auténtica distopía. Para ello, Elon Musk debería comprometerse a eliminar todo el contenido generado por no-humanos, en primera instancia, y en segunda, a garantizar que todas aquellas sentencias (y no entramos en las opiniones) que se publican están fundamentadas en información verídica. Hasta entonces, hasta que dejen de estimular la hostilidad y la mediocridad, yo no quiero formar parte de ellas, por eso he decidido eliminar mi perfil de Twitter. No creo que lo eche de menos. 

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