Incorporar un hábito nuevo a nuestra rutina conlleva un desaprender y un aprender. Algo similar a lo que nos ocurre con cualquier hábito que deseemos mejorar, como por ejemplo el de realizar ejercicio físico diario. Hemos de romper un hábito anterior (pongamos el de dedicar un tiempo a la lectura) por el de calzarnos las zapatillas y salir a trotar. Si esto lo repetimos el número suficiente de veces (algunos teóricos hablan de las 21 repeticiones) dejaremos de esforzarnos y el salir a trotar pasará a ser parte de nuestra rutina.
Pero si un día está nublado o estamos más cansados de lo habitual e interrumpimos este ciclo, es probable que volvamos a la lectura (que por otro lado no está nada mal) y las zapatillas pasen de nuevo a un segundo o tercer plano.
Con la innovación pasa algo parecido. Tenemos millones de excusas para, a la menor resistencia que encontremos, justificar nuestra vuelta a los viejos hábitos. Y, ¡tachán! se rompe la magia. Tal como dice N.Taleb en su libro El Cisne Negro, el ser humano es un crack auto explicándose y auto convenciéndose de que determinada cosa nunca tuvo sentido o todo lo contrario, que siempre lo tuvo. Por lo que ese grupo de personas que deseaba cambiar cosas probablemente acabará dando explicaciones sobre que aquella iniciativa no tenía mucho sentido. O peor aún, alegará que nunca llegó a existir tamaña iniciativa.
Si realmente deseamos que algo ocurra, debemos esforzarnos hasta conseguirlo y no permitir que nada se interponga en nuestro camino. Debemos ser disciplinados, o sea, ser constantes y tener paciencia.
Pero antes que nada debe existir el deseo real por incorporar ese nuevo “hábito”.