En mis más de 20 años trabajando por y para la cultura de la innovación he tenido la oportunidad de colaborar con una amplia cartera de clientes, empresas y empleados. Algo que he podido observar es que muchos directivos creen que son flexibles en su estilo de liderazgo cuando, en realidad, son erráticos: carecen de mecanismos de introspección, desconocen sus prioridades y hay poca coherencia entre aquello que piensan, sienten, dicen y hacen — una coherencia a la que yo me refiero como autenticidad, pero que también podemos etiquetar como carisma, ya que hace a estos líderes conocibles, predecibles según sus principios, valores y, por supuesto, propósitos.
Sin embargo, en el mundo de los altos cargos empresariales rigen la hipocresía y las agendas ocultas: aquellos que deberían estar velando por el bien de la empresa están, en realidad, conspirando para ascender en la escala corporativa, esperando e incluso a veces provocando traspiés a sus superiores — errores que, a pesar de ser detrimentales para su organización, son oportunidades para hacer avanzar sus ambiciones privadas.
Esta crítica no es un argumento a favor de estructuras organizativas más horizontales: el problema no es de los organigramas, sino de la falta de definición (y alineación) de propósitos, tanto de la empresa como de los trabajadores. Aquellas instituciones que no tengan un propósito explicitado y que no se esfuercen por conocer individualmente los de sus empleados y permitirles cultivarlos en su vida profesional están destinadas, si no a fallar, a no crecer, a no innovar. Para empezar, porque si ni la empresa ni sus miembros tienen un propósito explicitado, ¿cómo saben si encajan? Y si resultara que estos dos no fueran compatibles, ¿cómo podría el individuo sentirse motivado por y satisfecho con su trabajo?
El ejercicio de definir un propósito implica realizar una evaluación profunda de nuestra esencia, de aquello que nos motiva, nos emociona. No debemos confundirlo con nuestras aspiraciones, que son mucho más específicas y “completables”, sino imaginar cuál queremos que sea el precepto principal que guíe nuestra vida (personal y profesionalmente). Por ejemplo, si lo que quiero es aprender constantemente y sentirme conectado con el mundo, necesito un trabajo y un entorno laboral que me faciliten el estudio, la investigación, la formación constante. Si lo que busco es ayudar al prójimo, necesito un puesto que me permita cultivar relaciones íntimas con las personas y acompañarlas en la superación de retos o problemáticas. La definición de un propósito hará más sencillo que podamos encontrar nuestro lugar en el mundo laboral, en el ecosistema de un sector concreto o incluso en una misma empresa.
Una forma de empezar a concretar nuestro propósito es explicitando los valores que determinan las decisiones que tomamos: aquellas cosas que podemos aceptar y aquellas que no, objetivos que nos gustaría priorizar y otros por los que nos negaríamos a trabajar. Esto nos permitirá descartar ciertas ideas (y posiciones), y acercarnos cada vez más a lo que nos mueve genuinamente.
A menudo se dice que nos encontramos en la época del conocimiento, pero yo creo que vivimos en una era de los sentimientos, de las emociones: si alguien no está emocionado con su trabajo (y si este no se alinea con su propósito, difícilmente lo estará), la calidad de sus tareas será baja, mediocre en la mejor de las situaciones, y es que tanto la calidad y la innovación nacen de la emoción, de cuatro letras que se corresponden con cuatro características universales de los seres humanos:
C: curiosidad — es decir, la voluntad de hacerse preguntas, de cuestionarse (a pesar de que en los entornos laborales parece que solo hay tiempo para responder).
I: imaginación — si las preguntas que nos hacemos son lo suficientemente potentes, nos inspiran a conceptualizar posibles respuestas.
C: creatividad — cuando las posibles respuestas imaginadas nos resultan atractivas, idearemos los puentes necesarios para llegar hasta ellas.
E: experimentación — deberemos comprobar si esos puentes funcionan y, sobre todo, si esos puentes tienen mercado.
Por tanto, si queremos estimular la innovación en una empresa y la calidad del trabajo de los empleados, debemos potenciar estas cuatro características, pero, sobre todo, asegurarnos de que nuestro equipo conoce su propósito y puede perseguirlo en el entorno laboral en el que se halla.