La inmensa mayoría de nosotros hemos vivido durante mucho tiempo inmersos en un paradigma en el que las rutinas y los hábitos dependían del lugar en el que los desempeñábamos y, por ende, ciertas actitudes variaban, a menudo inconscientemente, según los espacios físicos que ocupábamos. Las conductas en nuestros entornos laborales eran distintas de aquellas que nos caracterizaban en la vida personal, donde, además, también se desplegaba un inmenso abanico de matices.
Dentro de este dominio de tiempo personal había hueco para el aburrimiento, un concepto que debe entenderse como un término de amplio espectro: me refiero al aburrimiento como la parcela temporal en la que uno no estaba involucrado en un quehacer concreto, sino que podía elegir a qué dedicarse.
Hoy, con la irrupción de la ubicuidad y la inmediatez propiciada por las tecnologías de la conectividad, y la adicción que hemos desarrollado a través de ellas tanto a lo importante como a lo trivial, la diferenciación entre estos espacios se ha diluido totalmente, por lo que es muy fácil confundir el tiempo personal y el profesional. Y, con esta confusión, resulta muy complejo crear o disponer de períodos de aburrimiento.
Tradicionalmente, se ha percibido el aburrimiento como un estado de ánimo cercano a la apatía y la desgana en el que no sentimos mucho interés por nada concreto, prácticamente una emoción de desconcierto que puede incluso generarnos sensaciones negativas. Sin embargo, el “no hacer nada” suele ser la antesala de excelentes preguntas, observaciones y, en última instancia, reflexiones. Por eso, vale la pena aprender a aburrirse de manera consciente, sin dejarse llevar por la incomodidad y agitación que nos despierta este estado de inacción, ya que esas emociones perniciosas pueden bloquearnos y detonar nuestra curiosidad, imaginación y creatividad.
Recuerdo a un jefe que tuve hace mucho tiempo, en una de esas empresas en las que el número de ventanas que se tenían en el despacho era un indicador jerárquico, que me «pilló» mirando por la ventana (sí, tenía una) y me preguntó: «¿Crees que es un buen ejemplo el que das, no haciendo nada?». La escena me marcó, lo digo honestamente. ¿Os imagináis que alguien le hubiera preguntado algo así a Isaac Newton, justo antes de que viera caer la manzana, cuando estaba observando el infinito, dejando volar su mente bien en reflexiones espontáneas o dirigidas? Si se hubiera cohibido entonces del uso que estaba haciendo de su tiempo, ¿cuánto hubiésemos tardado en teorizar sobre las leyes de la gravitación universal?
Estoy convencido de que aquel jefe despediría al mismísimo Isaac Newton de pillarlo en tamaña situación, pues hoy observo entre los directivos una marcada obsesión por la productividad incesante, por la velocidad y la rapidez. Como si ir más rápido no fuera más que una manera de cerrar nuestro campo visual, de menguar nuestra capacidad para percibir detalles, amenazas y oportunidades en la periferia: tal como he descrito en anteriores entradas, de sumirnos en el conocido “efecto túnel”.
Si retiramos la lente peyorativa, «perder el tiempo» implica dejar volar la mente hacia recodos que, de otra forma, probablemente nunca hubiésemos visitado para formular pensamientos que no hubiéramos tenido. Aburrirse es conducir al cerebro a un estado de semi-reposo para que pueda generar sus propias conexiones neuronales, las tan útiles sinapsis. Es, en contraposición al “efecto túnel”, ampliar nuestro campo visual. A las conclusiones y respuestas novedosas que podremos acceder entonces hasta podríamos colocarles la etiqueta de innovación, ¿no?
En estos tiempos de cambios vertiginosos, de incertidumbre y ambigüedad casi constantes, escoger dedicar una porción de nuestro tiempo a la introspección, a la reflexión y, en definitiva, al aburrimiento, es una inversión más que rentable. Así que, os lo deseo con total sinceridad: feliz «aburrimiento».