Fran Chuan

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Relaciones afectuosas y relaciones formales: aprender a distinguirlas

Relaciones formales y relaciones afectuosas

“Las relaciones afectuosas son peligrosas: conducen a ambigüedades, malentendidos y conflictos, y siempre acaban mal. Las relaciones formales, en cambio, son claras como el agua. Sus reglas están labradas en piedra, no hay riesgo de malentendidos y duran para siempre.” Con este sentencioso monólogo es cómo Jude Law, encarnando a Pío XIII, pontífice titular de “El joven Papa”, establece sus límites con su cocinera personal, que poco después de su primer encuentro ya se ha excedido en su cordialidad.  

El personaje de Law explicita de manera clara y diáfana que prefiere mantener la separación entre sus relaciones afectuosas y formales, una lección que muchos se beneficiarían de aplicar en entornos corporativos: en mi vida profesional, a menudo me he topado con personas que las confunden con facilidad, personas que, en ocasiones, descuidan lo formal, aquello que ha vinculado nuestros caminos y ha permitido que establezcamos una primera relación, precisamente profesional, y se entusiasman ante la posibilidad de conectar de manera afectuosa, más personal, lo que acaba eclipsando el objetivo principal del enlace. 

Habitualmente, estas personas incorporan con rapidez la palabra “amigo” en sus conversaciones con compañeros y colaboradores. Mi dilatada experiencia me ha permitido observar una correlación casi perfecta: cuanto más deprisa aparece esta categoría fraternal en una relación profesional, más superficial y frágil se vuelve. Esto podría conducirnos hacia la conclusión de que, en lo profesional, deberíamos mantener relaciones exclusiva y asépticamente formales, sin interferencias emocionales de afectos o desafectos. Las personas, sin embargo, no somos robots, y no podemos mantener vínculos en los que siempre se guarden las distancias. Por eso, mi única sugerencia a Paolo Sorrentino, creador, escritor y director de “El joven Papa”, sería la de incluir una tercera tipología de relación en la rígida aseveración de Pío XIII: la relación amistosa. 

Las relaciones amistosas son una tipología que reconozco y valoro mucho en mis contextos profesionales, ya que, cuando a un vínculo laboral con un propósito claro se le suma la frescura de la cordialidad (que no de la amistad), es más sencillo generar nuevas ideas, cuestionar paradigmas preexistentes, estimular la creatividad y, en general y como consecuencia, ser más innovadores.  

De hecho, cuando he colaborado con grupos y en entornos donde inmediatamente se ha saltado hacia la afectuosidad, la capacidad creativa y de innovación ha disminuido significativamente. Desconozco las razones científicas de ello, pero lo he constatado las suficientes ocasiones… desafortunadamente. La situación suele ser como la de aquellos niños que juegan, que se lo pasan fenomenal, que construyen una torre fantástica, pero sin ningún sentido práctico. En la analogía, es comprensible que los niños jueguen solo por jugar, pero entre profesionales no debería serlo. Por eso, sugiero que se comience definiendo el sentido de la colaboración (es decir, el problema a solventar o la necesidad a resolver) y que, después, de manera cordial, amistosa, dinámica, e incluso en algunos casos gamificada, se obtengan resultados, pues de esta manera uno se garantiza que estamos haciendo algo realmente de valor.  

Como conclusión, podemos y debemos mantener relaciones interpersonales agradables, cordiales y amigables, pero en el ámbito de lo profesional, nunca debemos olvidar su propósito, para qué estamos juntos compartiendo tiempo y espacio. Las relaciones afectuosas, y, por supuesto, la amistad, llegarán si han de llegar, pues se construyen a lo largo del camino, no en su inicio. Confundirse en esto es abocar a un equipo de trabajo al fracaso, empujarlo hacia situaciones de conciliación muy complicadas de reconducir y solventar. 

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