«De lo único que podemos estar seguros sobre el futuro es de que será absolutamente fantástico. Por tanto, si lo que te digo ahora te parece muy razonable, entonces habré fracasado por completo. Sólo si lo que te cuento te parece absolutamente increíble tengo alguna posibilidad de visualizar el futuro tal y como realmente sucederá». Este es el preludio con el que Arthur C. Clarke, reconocido científico y escritor de ciencia ficción, introduce un segmento de la BBC de 1964 en el que comparte su visión de lo que podría ser el mundo en el siglo siguiente. En apenas 10 minutos, Clarke describe ordenadores portátiles, una red de comunicación global inmediata y, como resultado, un mañana en el que el ciudadano de a pie puede hacer negocios en Londres mientras está visitando Bali.
Lo que en 1964 era un gran salto especulativo es, desde hace años, nuestra realidad más común. Esta predicción de Clarke no es la primera ni única vez en que un autor de ciencia ficción, a través de un esfuerzo puro de la imaginación, parece tener poderes de providencia: solo hay que remitirse a las novelas de Jules Verne, cuya formulación de periplos fantásticos se adelantó en varias ocasiones a los avances tecnológicos reales.
No es, por supuesto, cuestión de que Clarke o Verne poseyeran un instinto sobrenatural, una visión privilegiada, sino de que ambos fueran capaces de visualizar sin limitaciones, de concebir más allá de lo material. Este es el tipo de pensamiento —ambicioso, creativo, no desconectado del presente pero tampoco anclado por él— que nos conduce por las sendas del progreso, que nos permite dar pasos hacia un futuro mejor. Es el tipo de pensamiento que las empresas deben incentivar, primar, para poder ser genuinamente competitivas.
Y es que, en estos tiempos de transformación digital, el mercado y los usuarios parecen poseídos por una especie de fascinación tecnológica, una obsesión con los nuevos dispositivos, sistemas y funcionalidades tecnológicas. Nos fascina la parte brillante de esta evolución: el último modelo de un smartphone, la última actualización de una plataforma, la última versión de una IA generativa. Pero, de manera generalizada, nos estancamos en los conceptos, en la concreción de los cambios.
Este magnetismo es comprensible: nos atrae la tecnología porque nos ayuda a solventar problemas, a hacer nuestras vidas más sencillas, pero lo cierto es que, como ventaja competitiva en el mercado, la tecnología no es sostenible, ni para quien la desarrolla ni para quien la adquiere.
¿Por qué? Porque todo es copiable, replicable o comprable. Una vez que un avance tecnológico se ha presentado en abierto, si resulta un éxito o tiene el potencial para serlo, es solo cuestión de tiempo que otras marcas lo dupliquen. Con el lanzamiento del iPhone en 2007, Apple cambió para siempre el mundo de la telefonía y la computación móvil, pero, si más de 15 años después ha podido mantenerse como líder en el sector, no es porque lanzara el primer smartphone de masas, sino por haber cultivado un prestigio de marca y un ecosistema de dispositivos interconectados (piensa en el AirDrop). La simplicidad del iPhone y lo intuitivo de su sistema operativo fueron revolucionarios, y sin embargo no hay compañía de manufacturación de teléfonos que no haya integrado estos mismos preceptos (y, en muchos casos, incluso la estética de IOS) a sus productos. Sin irnos demasiado lejos, la proliferación de los bots conversacionales en prácticamente todos los entornos digitales es consecuencia del impacto mediático generado con el lanzamiento del ChatGPT de OpenAI.
Si la tecnología no es un distintivo lo suficientemente poderoso, entonces, ¿cuál es una ventaja competitiva sostenible en el tiempo? Una cultura organizativa de la innovación. La respuesta puede parecer sencilla, pero implementarla es un auténtico reto en un contexto en el que solo se valora aquello tangiblemente canjeable e inmediato.
Los equipos deben pasar de obsesionarse con soluciones a obsesionarse con los problemas. Con esto no me refiero a obcecarse negativamente con los obstáculos, sino a aprender a verlos, analizarlos y entenderlos desde todas las perspectivas posibles, a trabajar desde la creatividad, buscando generar “Wows” y no necesariamente ganancias comerciales (o no el 100% del tiempo; a menudo se nos olvida que la innovación rara vez es eficiente y rentable al principio). De esta manera, la empresa no solo dispondrá siempre de perspectivas frescas, sino que será capaz de identificar amenazas antes de que se conviertan en verdaderos riesgos.
Como líder, tu responsabilidad es estimular estas dinámicas desde la autenticidad, y para ello un primer paso indispensable es definir y diferenciar espacios donde trabajar con objetivos de ideación, de conceptualización, separados de los entornos de producción como tal. Para que esta metodología sea realmente exitosa, se necesitará también un equipo que pueda llevar las ideas a la práctica, que las aterrice. Pero sin esta fase inicial, que debería representar también una filosofía transversal en la empresa, ni siquiera dispondríamos de un avión.
En los momentos de duda, de frustración, es crucial recordar que la diferencia entre una genialidad y una locura es tan solo el éxito. Por tanto, si quieres que tu empresa sea genial, pide que te traigan visiones que suenen a locuras, no tecnología.