La Inteligencia Artificial ha sido la protagonista indiscutible de la mayoría de las conversaciones, debates y desarrollos tecnológicos comerciales en los últimos dos años. Sin embargo, más allá de esta fascinación aparentemente universal e inagotable, surge una pregunta esencial: ¿podrá la IA, al menos tal como la conocemos hoy en día, llegar a ser una verdadera fuente de innovación? Desde mi perspectiva, la respuesta es clara: lo veo muy difícil. La razón es que innovar no es simplemente un proceso técnico o un juego de prueba y error. Innovar es, sobre todo, un camino humano, donde las emociones juegan un papel clave en desviar y enriquecer los procesos, llevándonos por caminos que, en principio, no habíamos previsto.
Cuando contamos con un punto de partida y un objetivo claro, un algoritmo puede fácilmente generar un recorrido óptimo. Un plan basado en criterios predefinidos — como maximizar la eficiencia, reducir costes o minimizar tiempos — puede parecer una solución brillante en muchos contextos. Pero lo que una IA nunca podrá hacer es desviarse de una ruta preestablecida, o cambiar de objetivo a medio camino basado en una corazonada o una inspiración inesperada. La innovación, como proceso eminentemente humano, no sigue siempre una lógica lineal ni responde exclusivamente a parámetros de eficiencia.
Un ejemplo icónico de esto es el descubrimiento de las microondas. Un algoritmo, en su rigidez lógica, jamás habría desviado su enfoque para observar el potencial de una aplicación tecnológica diferente, pero el ingeniero Percy Spencer sí lo hizo. Mientras trabajaba en Raytheon en tecnologías de radar, Spencer percibió el calor generado por las microondas y lo recondujo hacia la creación de un electrodoméstico que revolucionaría las cocinas del mundo. Este tipo de «serendipias» y conexiones fortuitas son algo que una máquina, por más avanzada que sea, no puede replicar.
La innovación, al fin y al cabo, implica marcarse retos que aún no existen y trabajar colectivamente para descubrir cómo abordarlos. Aquí surge una pregunta crucial: ¿cómo podríamos definir en un algoritmo algo que todavía no ha sido conceptualizado? ¿Cómo podríamos lograr que colabore creativamente con otros algoritmos en un entorno de incertidumbre? La respuesta es que no podemos. Para innovar de manera auténtica necesitamos reconocer y potenciar el valor humano en el proceso, y eso es lo que llamo humanismo empresarial.
Desde mi perspectiva, el mayor error de muchas organizaciones es seguir pensando en los empleados como «recursos humanos». Personalmente, rechazo completamente esa expresión. Mientras continuemos viendo lo humano como un simple recurso, estaremos fallando. El humanismo empresarial nos invita a cambiar esta mentalidad. Es necesario crear entornos en los que las personas no sean percibidas como activos económicos, sino como seres capaces de aportar creatividad, intuición y empatía, cualidades fundamentales para la innovación.
Las empresas que abrazan el humanismo empresarial suelen compartir una serie de características. En primer lugar, gestionan la diversidad con maestría, precisamente porque operan desde la empatía. Saben que la diversidad enriquece los procesos creativos, y que la inclusión de múltiples perspectivas es un motor poderoso para la innovación. Además, estas organizaciones no solo atraen el talento, sino que lo hacen de forma orgánica, porque crean un entorno donde las personas pueden desarrollarse, tanto personal como profesionalmente. Esto no solo tiene un impacto positivo en los empleados, sino que se traduce en un ciclo de innovación continua y sostenible.
En última instancia, la innovación sostenible solo es posible cuando las personas se sienten valoradas y se les da el espacio para explorar, arriesgarse y aprender de manera colectiva. Las empresas que adoptan este enfoque humanista no solo sobreviven en el tiempo, sino que lideran el camino hacia el futuro, precisamente porque entienden que la innovación no es solo una cuestión de tecnología, sino también de humanidad.