La eficiencia y rentabilidad son, innegablemente, motivadores para la estimulación de la innovación en entornos corporativos, y hay un elemento clave que conecta estos dos valores y los posibilita de manera sostenible en el tiempo: la escalabilidad de las innovaciones.
En lo que respecta a la eficiencia, uno debe recordar que el esfuerzo invertido en generar una innovación, por pequeña que sea, es relevante, especialmente en términos de tiempo y emociones. Son muy pocas las organizaciones que disponen de auténticas culturas de la innovación, que se erigen como entornos laborales donde los conceptos, los métodos y las herramientas, así como los indicadores de éxito que se fijan, reflejan los procesos de innovación como una constante del día a día. En su lugar, la mayoría de organizaciones convocan “hackathones” o subcontratan a consultores especializados cada que vez que requieren de una innovación tangible: generando gastos puntuales pero repetitivos y significativos o creyendo, erróneamente, que en la innovación basta con un esfuerzo intensivo y concentrado. Ninguna de estas dos estrategias es idónea, y mucho menos es la forma más eficiente de generar innovaciones.
Cuando una organización dispone de una cultura de la innovación real, esta se guía fundamentalmente por tres grandes principios a la hora de innovar:
- Detectar un problema o necesidad que deba y pueda ser resuelto de manera diferente y tenga, potencialmente, un gran impacto sobre la vida de las personas.
- Pensar en grande y generar una respuesta o solución radical, pero planificando un proceso de implementación a través de pequeñas acciones, progresivas y graduales, que provoquen resultados también pequeños pero progresivos y graduales, y cuyas mejoras acumuladas permitan alcanzar el gran reto.
- Buscar dónde más se pueden aplicar los logros asimilados, por minúsculos que parezcan.
A este último aspecto lo llamamos escalar. Visualicemos, por ejemplo, un iPhone 5S: el primer dispositivo de Apple que contaba con un lector de huella dactilar. Hasta conseguir esta pequeña, aunque revolucionaria, innovación, la compañía tuvo que realizar una gran inversión hasta dar con una tecnología confiable y de calidad, e, inmediatamente después a su lanzamiento, esta tecnología fue replicada por otras marcas (demostrando, de nuevo, que la tecnología no es una ventaja competitiva sostenible).
Sin embargo, ese mismo lector de huella dactilar pudo aplicarse en múltiples contextos: evidentemente, en modelos posteriores del iPhone y otros productos de Apple, pero también en entornos como maletas, taquillas, tornos, puertas, ascensores y un largo etcétera. La escalabilidad es precisamente eso: la sencillez y rapidez con la que algo que ha supuesto un gran esfuerzo puede ser replicado y reutilizado.
Si una innovación no fuera escalable, en la mayoría de casos tampoco sería eficiente, aunque sí resultara rentable: la eficiencia se consigue cuando se populariza, cuando se extiende. Aun así, quizá deberíamos desmitificar el concepto de eficiencia y focalizarnos en la rentabilidad. Un ejemplo y reflexión que mi amigo y maestro, el profesor Jay Rao, me propuso hace un tiempo fue el siguiente: ¿la cámara frontal de los smartphones fue una innovación eficiente? En cualquier caso, la magia de la innovación se encuentra en el “¡A-ha!”, en el momento de descubrimiento, cuando se halla la respuesta adecuada a un problema o necesidad, y el eco amplificado de ese “¡A-ha!” es la escalabilidad.